Lo que usted encontrará en estas páginas son documentos históricos del período, sus transcripciones textuales y comentarios con citas y notas para comprenderlos mejor. Lea aquí la historia del peronismo que se oculta, se niega o tergiversa para mantener un mito que no es.

Contenidos

TENGA EN CUENTA: Que vamos publicando parcialmente las transcripciones a medida que se realizan. El trabajo propuesto es ciertamente muy extenso y demandara un largo tiempo culminarlo. Por eso le aconsejamos volver cada tanto para leer las novedades.

Publicidad

 photo Estudio-juridico-puricelli-pinel450x100_zpsdea8ab8a.gif

Los grandes crimenes del Peronismo



LOS GRANDES CRIMENES (*)

El miedo del dictador

El miedo hace crueles a los déspotas.
Todo lo preparan para ser obedecidos y temidos, pero cuando sus arbitrariedades despiertan a los pueblos, no aciertan sino a dominarlos por el terror. Al tiempo que esto acontece, aquellos ya están atemorizados. No confían en la ley ni en los hombres, y tampoco en quienes los rodean. Saben que sólo se sostienen por la corrupción y la mentira, y que han de ser abandonados apenas estén en peligro. Llegados a este punto, no conciben otra defensa que la represión desproporcionada con la causa que los acobarda. Y así cometen los grandes crímenes.
No llegan a ellos de inmediato. Organizan previamente su sistema de intimidación individual y colectiva, disponen el espionaje, la delación, la formación de bandas armadas, la represión policial, las torturas. Retardan de tal modo la reacción del pueblo, pero a la vez contribuyen a hacerla más decidida. Cuando ésta estalla y comprueban el fracaso de sus métodos preventivos, se resuelven por los otros, los violentísimos, por el 2caiga quien caiga”, de triste recordación.
Nunca será olvidada la tremenda amenaza que el dictador Juan Domingo Perón hizo desde el balcón de la Casa de Gobierno el 31 de agosto de 1955. Sabía que su régimen estaba condenado y presentía el alzamiento triunfal de la ciudadanía. Los hechos del 11 y 16 de junio de ese año le habían dado clara noción del cambio operado en la opinión pública y dudaba acerca de la resolución que debía tomar. En abril de 1953 se había referido a la caída de Hipólito Yrigoyen. “Pero a mí –dijo entonces- no me va a pasar lo de Yrigoyen, porque me voy a ir un año antes de que me volteen.” Los graves acontecimientos producidos en junio le hicieron prever la posibilidad de una nueva e inminente rebelión armada. Pensó entonces en la renuncia, pero se resistía a la idea de abandonar el poder. Optó por simularla, y a ese efecto escribió la que en la mañana de ese 31 de agosto se hizo conocer al país. Sabido es que, como de costumbre, la CGT fue convocada de inmediato y que ésta dispuso, tras de la paralización de las actividades laborales, la reunión de los trabajadores en la plaza de Mayo a fin de requerir el retiro de aquella. En esas circunstancias el dictador, olvidado del tono sereno de su dimisión (1), que a nadie había engañado, incitó a las masas a matar no sólo a quienes intentaren alterar el orden sino a aquellos que conspirasen.
De fracasar la revolución del 16 de septiembre siguiente, barrios enteros de toda las ciudades argentinas se hubieran incendiado, y no cinco por cada uno de sus adictos hubieran muerto, sino millares, en “la más grande hoguera que haya encendido la humanidad hasta nuestros días” (2).
En 1955 el pueblo había perdido el miedo, quien entonces lo tenía, y tremendo, era el dictador.
El crimen premeditado no llegó a consumarse. Pero nuestra historia no olvidará algunos otros de su dictadura, cuya crónica pasamos a hacer.
Un hecho oscuro: la muerte de Juan Duarte.

En las primeras horas de la tarde del 9 de abril de 1953 circuló `por el país una noticia sensacional: inesperadamente había fallecido Juan Ramón Ibarguren (Duarte), cuñado y secretario privado del dictador Juan Domingo Perón. Según las informaciones oficiales se halló sin vida en el interior de su departamento, en el 5º piso de la finca Callao 1944 y su deceso había sido causado por propia determinación. Los diarios dieron posteriormente detalles del hecho y publicaron un facsímil de la carta encontrada cerca del cadáver. Estaba dirigida al dictador y en ella acusaba a quienes, con el propósito de separarlo de él, lo “llenaron de vergüenza”. Afirmaba, además, haber sido honesto y, como era de rigor, exaltaba la figura de su amo.
Esa muerte se había producido en circunstancias muy particulares. Las referiremos de acuerdo, ante todo, con la declaración escrita formulada por el comandante mayor de Gendarmería Nacional, Manuel V. Scotto Rosende.
A fines de marzo de 1953, la actriz Malisa Zini (3) detuvo al dictador en los pasillos del teatro Colón durante un acto que allí se realizaba. Antes de que la custodia reaccionase, le expresó que era engañado por varias personas de su confianza, entre ellas por su secretario privado Juan Duarte. El presiente se separó del grupo que lo y se introdujo con la señora Zini en una dependencia privada. Media hora duró la entrevista y durante su transcurso la actriz detalló lo que conocía. Sus palabras debieron interesas al dictador porque la invitó a que lo visitara en la residencia presidencial el siguiente día.
La sorpresiva actitud de la señora Zini no tardó mucho en llegar al conocimiento de los denunciados. Uno de ellos le remitió de inmediato un ramo de flores con una tarjeta amenazante. La actriz no se inmutó, y ratificó al presidente, en la residencia, cuanto le había expresado la víspera.
Poco después dispuso éste que el jefe de Control de Estado, general Dalmiro J. Adaro, citara a la señora Zini, y en base a los cargos por ella formulados iniciara una discreta investigación. El general Adaro designó su colaborador inmediato al comandante Scotto Rosende, de quien tenemos la narración de tales hechos. Interrogaron a la denunciante, y lo mismo hicieron para después con la actriz Fanny Navarro (4).
“En el interín –dice la declaración de Scotto Rosende- un conjunto de jefes militares, encabezados por el mayor Cialceta y el teniente coronel García Althabe, entre los que se encontraban los vice comodoros French y Villa, los capitanes de fragata Noguera Isler y Lascano, los tenientes coroneles Marcelino Martínez, García, Gonzalez y Tuya (5), consideraron que la actuación del citado secretario privado menoscababa el prestigio del general Perón, en razón de las versiones circulantes sobre los negociados que habría realizado y el empleo discrecional que hacía del nombre del señor presidente, todo lo cual se veía agravado por el círculo que habrían tenido alrededor de éste y del que formaban parte Cámpora, el coronel Balloffet, teniente coronel Passicot, Margueirat, comandante mayor Solveyra Casares, Gómez Morales, etcétera.
“El lunes 6 de abril, a primera hora, ambos jefes se apersonaron al general Perón y le hicieron conocer los cargos que existían contra Duarte, procediendo el señor presidente a ordenarles ratificar la denuncia por escrito y asegurando que haría justicia, y que de ser exactos los cargos castigaría inflexiblemente a su secretario privado, pero que en caso contrario deberían estar dispuestos a asumir la responsabilidad de la denuncia.
“De inmediato el general Perón ordenó la instrucción de un sumario, para rodearlo de mayores garantías dispuso que lo hiciera un general de prestigio, designando para ello al general León Justo Bengoa, quien se abocó a sus funciones el mismo día, aproximadamente a las diez.
“Se noto de inmediato –prosigue la declaración- que el personal perteneciente a la Secretaría Privada de la Presidencia trataba, por todos los medios, de evitar pudiese avanzar la investigación, y horas después de iniciado el sumario, pese al carácter secreto del mismo, empezó a notarse el interés de algunos de impedir que el mismo tuviese éxito, lo que coincidía con la aparición en la Casa de Gobierno de oficiosos colaboradores, desplazados anteriormente de la función pública.
“Transcurren las primeras investigaciones en este ambiente los días lunes 6 y martes 7 de abril, teniéndose conocimiento este último día que Bertolini había presentado su renuncia al presidente, el cual violentamente se la rechazó, echándolo de su despacho.
“El día 7 de abril el señor general Bengoa (que se mantuvo noche y día en el juzgado durante los seis días que duró la instrucción del sumario, creo que sin retirarse para nada a su domicilio), poseía ya elementos de juicio que le permitirían llevar en horas de la tarde una primera impresión al presidente, a la vez que solicitó la comparecencia de Juan Duarte, a la que accedió el general Perón, haciéndole saber al señor juez que él mismo iba a decirle que concurriese a declarar.
“Vuelto el general Bengoa a su despacho, nos hizo conocer esta novedad, circunstancia en la cual se inició la investigación directa del subscrito en el sumario, a raíz de los siguientes hechos, de los cuales doy fe por ser parte.
“Aproximadamente a las 17 y 30 se supo en el servicio de informaciones de Control de Estado (división H, a mis órdenes), que el día anterior, y luego de retirarse el general Perón, Duarte, al parecer acompañado por Bertolini, había retirado papeles de su caja de hierro; que lomismo habría hecho Bertolini, pero que aún quedaban muchas cosas en el escritorio de este último, elementos que pensaría retirar esa tarde.
“Ante esta información se ordenó vigilar discretamente las dependencias de la secretaría privada con personal del servicio de informaciones de Control de Estado y con el fin de no comprometer al señor general Bengoa en una revisión sin éxito de la secretaría privada, que no se justificaría sin un fundamento serio. Un grupo de jefes resolvimos fraguar la versión de que se estaban quemando papeles de la secretaría privada en el incinerador de la Casa de Gobierno, y que en las oficinas de Duarte ya estaban preparados otros paquetes de papeles para igual fin.
“Ante lo serio de este seudo informe, el general Bengoa ordenó al subscrito constituirse en las dependencias de la secretaría privada y con personal de mi servicio asegurar la documentación existente y evitar cualquier atentado a la misma. Se señaló, sin embargo, la mesura, corrección y seriedad que debía privar en el procedimiento, dado que eran oficinas de dependencia directa del señor presidente de la Nación.
“Teniendo presente esta lógica advertencia, procedí a constituirme en la secretaría privada y solicitar al señor Mollo, empleado de mayor jerarquía de la misma, mje acompañase a recorrer las diferentes habitaciones.
“Comprobé así que en el que fuera despacho de Juan Duarte, tanto la caja de hierro como los cajones del escritorio y demás inmuebles se encontraban vacios, con vestigios en el interior de algunos papeles rotos.
Inquirí al señor Mollo por que y desde cuándo estaban vacios lo0s muebles señalados, y me manifestó que desde el día anterior, en que al retirarse Juan Duarte se había llevado sus papeles personales.
“En el despacho de Bertolini el escritorio y la caja de hierro del mismo estaban cerrados.” Conseguidas las llaves, se abrieron.
“En los cajones del escritorio, en completo desorden –continúa la declaración del comandante Scotto Rosende- se encontraban mezclados perfumes extranjeros con zapatos y corbatas de hombre, publicaciones pornográficas y cartas sin archivar de puño y letra del presidente (los borradores) a personalidades extranjeras (Getulio Vargas, general Franco, Pio XII, general Ibáñez, entre otras) y las contestaciones, también manuscritas, en algunos casos hasta de diez fojas, todas de carácter secreto.
“Existían asimismo algunas alhajas, libretas de cheques, dinero suelto, papeles comprometedores para Juan Duarte, como ser cartas-documentos, extendidos la mayoría con letra a mano y en papeles comunes con membretes de hoteles, por los cuales se le reconocían la propiedad de diversos caballos de carrera, o bien participaciones que variaban entre el 50 y el 75 por ciento, título de propiedad de su parte en le estancia de Monte; duplicado de órdenes impartidas al presidente del Banco Industrial para activar o conceder permisos o créditos, planos de un proyecto de construcción de un edificio en el barrio norte de varios pisos y de un valor de varios millones de pesos, y otros documentos que no recuerdo por el tiempo transcurrido, pero que se secuestraron y fueron agregados al sumario.
“En la caja de hierro, entre otras cosas, un cuadro sinóptico completo, confeccionado por Control de Estado, en base a investigaciones del organismo, sobre el negociado de bananas, y que había sido pedido invocándose orden del señor presidente.”
Dejamos la narración del comandante Scotto Rosende para ver cómo el dictador procedió por otro lado mientras se realizaba la peligrosa investigación.
Utilizó, según su costumbre, a los dirigentes de la CGT. Había escasez de carne en la Ciudad de Buenos Aires a causa de los negociados de sus colaboradores inmediatos, la vida se encarecía, el descontento aumentaba. De todo eso era necesario sacar provecho antes que lo aprovechara la oposición.
El día 8 anunció que la CGT le había planteado “muy seriamente” el problema producido por la especulación comercial. Expresó que, según aquella, los gremios no podían seguir como hasta entonces y que “antes de tomar ninguna otra determinación” lo exponían al gobierno, “porque si éste no actúa en contra de los especuladores, se van a ver en la obligación de tomas medidas por su cuenta”. Y agregaba lo increíble: “Es la primera vez que la Confederación General del Trabajo me ha puesto el cuchillo en la barriga.”
No se limitó a eso el dictador Perón. Dijo, además, que “de cada cien personas que llegaban a su despacho, noventa y cinco iban a proponerle “cosas deshonestas” o a pedirle “porquerías”. Anunció que terminaría con ello. “He de terminar también con todo aquel que esté coimeando o esté robando en el gobierno. He ordenado una investigación en la Presidencia de la República para establecer la responsabilidad de cada uno, empezando por mí.”
Expresó también que no perdonaría a nadie, fuese quien fuese. “Ni a mi padre dejaría sin castigo”, agregó. Pero al mismo tiempo dijo algo que a los investigadores les llenó de zozobra: “que no iba a tolerar que hubiera alcahuetes a su lado” (6).
El dictador, que había soportado la proposición de deshonestidades y porquerías”, en tan alta proporción por sus visitantes, repentinamente se había tornado peligroso para quienes habían incurrido en ellas. Y éstos se atemorizaron.
En esos momentos de inquietante expectativa llegó al despacho del ministro de Asuntos Políticos, su hija señora María Luisa Subiza de Llantada. Lo encontró muy preocupado destruyendo papeles. Tal era, además, su estado de nerviosidad, que en el término de media hora tres veces ingirió calmantes. De pronto, cuidando de que nadie lo oyera, le expreso: “No creas nada si te dicen que yo estoy preso o que me han muerto a mí o a Duarte. No creas nada de eso” (7). Y le pidió de se retirase inmediatamente.
¿Era el de Subiza el miedo de quien siempre temió ser asesinado, o tenía la certeza de que los acontecimientos de esos días podrían producir su desaparición violenta? No es posible saberlo. Lo cierto es, sin embargo, que no él sino Juan Duarte, murió pocas horas después.
En la mañana del 9, Duarte tenía que prestar declaración ante el general Bengoa en Control de Estado, al tenor de un interrogatorio preparado la noche anterior. Estábase a su espera, cuando una comunicación telefónica del “valet” de Duarte hizo saber que éste se había suicidado.
“Mientras Mollo –prosigue la declaración de Scotto Rosende- se dirigía a informar al general Perón, yo subí a poner dicha novedad en conocimiento del general Bengoa, quien se trasladó de inmediato al despacho del señor presidente. Tengo entendido que en esta circunstancia el general Bengoa expresó al general Perón el deseo de revisar la casa de Duarte antes que pudieran retirarse elementos que existiesen en la misma, contestándole que posteriormente hablarían de ello.”
En horas de la tarde, el presidente ordenó al general Bengoa suspender el sumario, y dos días después una nueva orden dispuso que se le entregaran las actuaciones y los elementos obtenidos.
La investigación no sólo tenía el propósito de inquirir la responsabilidad de Duarte, sino de todo el personal de la presidencia, empezando por el mismo jefe de Estado. El cadáver de Duarte evitó todo esclarecimiento. Nada se pudo saber de ella. El propio general Bengoa “solicitó, una vez entregado el sumario, a quienes intervinimos en el mismo, la mayor reserva”, a pesar de la cual, “teniendo en cuenta la gravedad e importancia de estas actuaciones”, el comandante mayor Scotto Rosende ha expresado que la substanciación del sumario ha permitido acumular ciertos cargos y pruebas que hubieran encuadrado a Juan Duarte en el terreno delictual.
La información oficial sobre el suicidio de Duarte no convenció a nadie, ni siquiera a los más adictos elementos del dictador. Los más benévolos lo atribuyeron a la presión moral que sobre aquel se había ejercido; la mayoría, en cambio, creyó que había sido asesinado (8).
El juez instructor sobreseyó definitivamente en la cusa, con lo que cerró la posibilidad de continuarla o reabrirla.
La investigación realizada dos años y medio después de ese hecho no ha podido llegar al esclarecimiento total de la verdad, pero ha recibido declaraciones y ordenado pericias que hacen presumir que Duarte no murió por su propia voluntad.
Por lo pronto cabe señalar que no fueron oídos por ninguno de los ocupantes del edificio Callao 1944 estampidos de arma de fuego en la noche del 8 de abril de 1953 y primeras horas del día siguiente, como tampoco por las personas al servicio de Juan Duarte. En cambio, de acuerdo con las manifestaciones de una señora que reside en un departamento ubicado frente a la entrada de la casa en la que aquél vivía, oyó, en las primeras horas de la madrugada del 9, dos ruidos que provocaron su atención porque temía que hubieran chocado al automóvil de su propiedad dejando junto a la acera. Asomada a una ventana que da a la calle, verificó que no había ocurrido tal cosa, pero al dirigir su vista hacia la casa de Duarte observó que dos personas descendieron de un automóvil llevando entre ellas a otra imposibilitada, hecho que atribuyó a un exceso de bebida, alcanzando a ver qué penetraban en esa casa, cuya puerta se abrió desde el interior. Otra testigo, moradora de un departamento ubicado justamente sobre el que éste ocupaba, declaró que al entrar en el edificio a las 2 y 30 tuvo miedo porque, contra lo habitual, el vestíbulo de entrada hallábase a oscuras. Inmediatamente de trasponer el umbral observó que había en el interior de la casa cuatro hombres con linternas, que estaban maniobrando sobre una consola.
Asustada aún, se apresuró a tomar el ascensor, y ya éste en movimiento, vio sobre el piso una mancha de sangre de aproximadamente quince centímetros de diámetro. Mientras subía vio, a través de las puertas plegadizas, que el departamento de Duarte se hallaba abierto.
A esto se debe agregar que la carta del “suicida” fue corregida antes de ser publicada en la Secretaría de Prensa y Difusión, y no se practicó sobre ella ninguna pericia caligráfica que la hiciera indubitable. Los médicos legistas han opinado que el disparo que causó la muerte de Duarte “fue hecho a cierta distancia no menor a veinte centímetros” y que las heridas que tenía en la cabeza fueron “producidas más posiblemente por cuerpo duro aplicado con fuerza y movimiento, que contra cuerpo duro por caída”.
Sea como fuere, lo cierto es que Duarte debía morir para que la investigación Bengoa no prosiguiera. A pesar de ello quedó evidenciado que en torno al dictador actuaba un grupo cuyas actividades él no quiso descubrir.

Incendios de las sedes de los partidos políticos

Mal se había iniciado para el dictador Juan Domingo Perón el mes de abril de 1953. Los negociados ya no se podían ocultar. La oposición parlamentaria los señalaba con energía y la opinión pública se hacía cada vez más severa con el círculo de sus parientes, protegidos y cómplices. La podredumbre del grupo gobernante era tanta que el propio presidente debió, contra su voluntad, ordenar la investigación que hemos referido. La muerte de Juan Duarte, voluntaria o no, revelaba el propósito de impedir el total conocimiento de lo que todos sospechaban acerca de la corrupción oficial.
El dictador pretendió sofocar enérgicamente a sus enemigos antes de que la oposición creciese. Luego de atribuir a presuntos agiotistas y especuladores la escasez y encarecimiento de algunos artículos de primera necesidad y de anunciar que los obligaría “a culatazos” a cumplir con su deber, dispuso como otras veces la concentración de los trabajadores en plaza de Mayo, a fin de disciplinarlos en la obsecuencia y de escuchar sus amenazas a la oposición.
Como siempre, tenía un plan trazado: sólo que esa vez era mucho más terrible. Comenzaría con tales amenazas, pero visto, a su parecer, que eso no era suficiente para amedrentarla, pensó en destruir las sedes de los principales partidos políticos que la constituían. Hitler le había enseñado cómo se hacían esas cosas. El ejemplo del incendio del Reichtag no había desaparecido de su memoria. En la nueva circunstancia bastaba con mucho menos para justificar la represión; por ejemplo, con el estallido de unas bombas durante la realización del acto preparado. Sus fuerzas de choque harían el resto apenas se diera el motivo y él impartiera la orden.
La policía tenía instrucciones precisas: por lo pronto, dejar sin guardia a las víctimas previamente señaladas, y luego no molestar “a los muchachos”. Todos los funcionarios de esa repartición sabían por anticipado “que algo iba a ocurrir esa tarde” (9). Los bomberos sabían, además, que se producirían incendios, y que la orden de la Casa de Gobierno era la de dejar quemar y evitar solamente la propagación del fuego a las casas vecinas (10).
Los criminales estaban listos y disponían desde mucho antes de elementos incendiarios y vehículos de transporte. Descontaban la impunidad, porque detrás de ellos estaba el dictador Juan Domingo Perón.
A poco de iniciado el acto estallaron dos bombas: la primera en un restaurante; la segunda en la estación del subterráneo. El presidente no se inmutó.
Eso bastaba para poner en ejecución el plan preconcebido. Desde el balcón dijo entonces: “Compañeros: vamos a tener que volver a la época de andar con el alambre de fardo en el bolsillo.”
La insinuación quedaba hecha. De inmediato la recogieron los elementos preparados para la acción. “leña… leña”, gritaron estentóreos y delirantes. El tirano aprovechó entonces para impartir la orden ya pensada. “Eso de la leña que ustedes aconsejan, ¿por qué no empiezan ustedes a darla?... Todo esto nos está demostrando que se trata de una guerra psicológica, organizada y dirigida desde el exterior, con agentes en lo interno. Hay que buscar a esos agentes y donde se los encuentre colgarlos de un árbol…” Luego de referirse a los “malos peronistas”, de los cuales debían depurarse la República y su propio partido, expresó el dictador: “Si para terminar con los malos de adentro y los malos de afuera, si para terminar con los deshonestos y los malvados es menester que cargue ante la historia con el título de tirano, lo haré con mucho gusto”.
Terminado el discurso, la multitud se desconcentró tranquilamente. Compuesta en gran parte de trabajadores y empleados públicos, forzados por sus sindicatos y jefes a concurrir a esas manifestaciones, no odiaba a nadie. Había creído o querido creer en quien acababa de hablar, lo había seguido y votado, y si todavía no había renegado de él, en él ya no confiaba. Solo algunos neuróticos y energúmenos mezclados en la multitud podían dar gritos de exterminio. Los demás querían volver antes a la tranquilidad de sus hogares.
La parte más numerosa se dirigió por la avenida de Mayo hacia el oeste, y pasada la plaza del Congreso, siguió por Rivadavia.
En esta avenida, entre las calles Rincón y Pasco está la Casa del Pueblo, y en ella tiene su sede el Partido Socialista. Hasta poco antes habían funcionado en ese local los talleres del diario “La Vanguardia”, que la dictadura peronista había clausurado. Una biblioteca de sesenta mil volúmenes estaba instalada en el vasto edificio. Varios millares de lectores, en su mayoría obreros, empleados y estudiantes, concurrían anualmente. En sus salones de conferencias era dado escuchar las disertaciones que acerca de los más diversos temas de política, economía y cultura pronunciaban miembros del partido. Representaba esa casa el esfuerzo de las clases laboriosas por elevar su nivel intelectual y económico, y, a la vez, las formas de la vida cívica argentina. Respetada por todos sus adversarios políticos, contaba con la simpatía de la población.
Pero el dictador la había condenado a desaparecer. En casi diez años de vocear a los trabajadores, de destruir los sindicatos libremente organizados, de forzarlos a agremiarse en torno a la CGT manejada a su arbitrio, no había domeñado al partido que desde medio siglo antes luchaba por la justicia social y había obtenido la sanción de la mayoría de las leyes que hasta ahora la protegen.
Confundidos con los manifestantes que se desconcentraban, llegaron frente a la Casa del Pueblo quienes estaban señalados para destruirla. Su cantidad apenas pasaría de un centenar. Disponían de armas de fuego y elementos incendiarios, además de palos, hierros y piedras. Al comenzar el ataque, en medio de gritos e insultos, hicieron varios disparos. Luego de forzada la puerta del edificio, penetraron en él y en pocas horas lo destruyeron por las llamas.
De acuerdo con las órdenes impartidas, no había guardia policial en las inmediaciones. Los cinco o seis agentes de la comisaría 6ª se retiraron apenas vieron llegar a los manifestantes, y así pudieron los incendiarios obrar con toda libertad. Los bomberos no acudieron sino dos horas después. Sus instrucciones eran claras y debían cumplirlas: “obrar sin apuro, pasivamente” (11).
Una autobomba, que durante largo rato estuvo estacionada en las inmediaciones, volvió a su sede sin actuar. Solo cuando se tuvo la certidumbre de que la destrucción era total, comenzaron las tareas de extinguir el incendio.
El terrible episodio había conmovido a los espectadores. Tal vez muchos se sentían avergonzados. Habían consentido con su inactividad que un pequeño grupo de forajidos cometiera el vandálico hecho. Pero sabían que ese centenar de miserables tenía la protección del Estado. Comenzaba para el país, en esos momentos, una de sus épocas más trágicas.
De la Casa del Pueblo el grupo criminal se traslado a la Casa Radical, Tucumán 1660, sede de un partido popular de honde raigambre argentina (12). De sus filas habían desertado algunos dirigentes de segundo orden cuando el coronel revolucionario de 1943 reclutaba a cuanto resentido hubiere en cualquier parte, pero la mayoría de sus afiliados permanecía fiel a sus principios.
Desde 1946 los diputados radicales habían hecho con valiente decisión la denuncia del proceso del gobierno demagógico que no tardaría en acentuar su tendencia totalitaria y su espíritu dictatorial. Algunos habían sido expulsados de la Cámara por la mayoría oficialista, y ya privados de sus fueros, se habían expatriado a fin de escapar a las persecuciones del dictador. Los radicales, como sus adversarios socialistas, estaban condenados desde entonces. La ocasión esperada para destruir su sede había llegado y era preciso aprovecharla.
El método de ataque fue igual que el ejecutado con la Casa del Pueblo, como que eran los mismos sus actores. Forzaron la cortina metálica que cerraba la amplia portada, penetraron en el edificio y luego de arrojar desde sus ventanas muebles, bustos, libros, banderas y cuantos objetos hallaron en sus dependencias, le pusieron fuego. Lo mismo hicieron con aquellos en medio de la calzada.
Desde media hora antes de iniciarse el ataque se había desviado el tránsito por la calle Tucumán (13). La policía estaba ausente a pesar de que a una cuadra funcionaba la seccional 5ª. Si algún agente de las inmediaciones comunicaba a éste la noticia del incendio, se le ordenaba permanecer en su sitio y desenterarse de él (14). Los bomberos demoraron más de una hora en llegar, y cuando acudieron quedaron sin actuar durante largo tiempo, con el pretexto de que carecían de apoyo policial o de que el público agujereaba las mangueras. Sólo cuando los incendiarios terminaban su criminal faena y mucha parte de la Casa Radical quedó quemada, actuó la policía y aquellas funcionaron.
Lo mismo hicieron en la sede del Partido Demócrata, ubicada en la calle Rodríguez Peña 525, a pocos metros de distancia de la Casa Radical. Pertenecía a una agrupación política que había gobernado el país durante largo tiempo, y aunque no tenía ya representación parlamentaria, su acción opositora no había cejado, razón suficiente para que no se salvara en esa noche trágica. También allí los incendiarios violentaron la puerta, arrojaron a la calle cuanto pudieron, y con todo hicieron una hoguera.
Varias horas habían transcurrido desde el comienzo de los incendios. A la jefatura de policía, a la dirección de bomberos, a las seccionales de aquella, llegaban los requerimientos angustiosos de los vecinos. Las respuestas eran siempre iguales: que no tuvieran miedo, que a ellos no les iba a pasar nada, que ya irán las dotaciones…
Mientras todo esto acontecía, el ministro Borlenghi llamó a Gamboa para ordenarle no interferir a los manifestantes y dejarlos realizar los incendios y actos vandálicos (15). El jefe de policía obró en consecuencia. Si alguno de sus subordinados le pedía instrucciones para contener a los grupos de forajidos, le contestaba que tenía orden de la Casa de Gobierno “de dejar que los muchachos anden por la calle” (16).

Incendio del Jockey Club

Después de quemar las sedes de los partidos políticos los criminales se dirigieron al Jockey Club.
Este centro social era uno de los más famosos del mundo, orgullo de nuestra capital y admiración de cuanto extranjero eminente llegara a ella.
Se le tenía por sede de la llamada “oligarquía”, aunque solamente lo era de las gentes de diversos grupos que daban formas elevadas al trato con sus semejantes. Lo había fundado un ilustre argentino, Carlos Pellegrini, en la época en que “la gran aldea” (17) se convertía en pujante ciudad, ansiosa de alcanzar en todo a las tres o cuatro más importantes de Europa. Tenía una riquísima biblioteca, en cuyo salón principal disertaron hombres de prestigio universal y destacados argentinos. Entre sus colecciones bibliográficas poseía la que perteneció a Emilio Castelar, el gran repúblico y celebérrimo orador español, además de las muy nutridas sobre arte, historia, literatura, derecho, etcétera, al alcance de cuantos estudiosos, fueran o no socios del club, quisieran consultarlas. Famosa era, asimismo, su galería de cuadros y esculturas, en la que figuraban obras de Goya, Vanloo, Corot, Monet, Raffaeli, Carriere, Harpignies, Falguiere, Soroll, Anglada Camarasa, Figar, Fader, Bermúdez, Lagos, etcétera, cuyo valor actual, según estimaciones de la casa Wildenstein, alcanzaría a más de ocho millones de pesos (18).
En ningún país del mundo había acontecido nada semejante. Ni en Francia, durante los días revolucionarios; ni en Rusia, cuando cayó la monarquía; ni en Alemania, cuando se impuso el nacionalsocialismo; ni en España. Durante la guerra civil el pueblo destruyó obras de arte. Tampoco lo hizo el pueblo argentino. Realizó esa infamia un centenar de asalariados de la tiranía peronista.
El Jockey Club tenía que ser arrasado, y así lo fue en esa noche espantosa.
¿Qué faltas había cometido contra el régimen imperante? No era un centro político ni en momento alguno habíase expresado en oposición al gobierno. Entre sus socios había de todos los partidos, inclusive del que seguía al dictador Juan Domingo Perón, aunque la mayoría era de independientes y gran parte de extranjeros. En él no se conspiraba ni se hacía prédica adversa al oficialismo. A él se llegaba para olvidar las preocupaciones de la diaria labor, para distraerse en tertulia de amigos y conversar sobre las cosas amables de la vida.
En la Casa de Gobierno se lo detestaba y en toda forma se lo quería avasallar. El ministro Subiza le tenía particular inquina y repetidamente había dicho que el Jockey Club “debía ser quemado con todos sus socios dentro” (19). Desde mucho antes tenía preparado y organizado su incendio y saqueo (20). Durante algún tiempo se puso junto a su puerta principal, sobre la calle Florida, una maloliente venta de pescado, luego se le quiso imponer la adquisición de cien mil ejemplares del libro “La razón de mi vida” y forzarlo a contribuir para el Partido Peronista de Buenos Aires y otras agrupaciones protegidas por el gobierno. La comisión directiva consiguió que el sucio mercado se quitase y se negó a la compra y contribución solicitadas. Tampoco dio curso a las solicitudes de ingreso de Juan Duarte y Jorge Antonio, cuyos escandalosos negociados señalaba la opinión pública (21). ¿Acaso eran éstas sus faltas? En todos esos casos el club estaba en su derecho, pero el déspota y sus secuaces no entendían que algo pudiera haber que no se les sometiese. El club, por lo tanto, tenía que desaparecer.
Cuando la turba criminal llegó a su frente, las puertas estaban cerradas. Los episodios de la Plaza de Mayo y el incendio de las sedes de los partidos políticos opositores hacían prever los desmanes que lo amenazaban. Los últimos socios concurrentes lo habían dejado al oscurecer y sólo quedaban en su interior algunas personas de servicio.
Poco antes de medianoche comenzó el ataque de los forajidos por el lado de la calle Tucumán. Violentadas la puerta y ventanas, comenzaron las depredaciones. Cayeron a la calle, arrojados desde el interior, cuantos objetos hallaron a su paso. Luego, en pocos minutos, y validos de elementos incendiarios de extraordinario poder, pusieron fuego en los principales salones y dependencias del suntuoso edificio. Las llamas asomaron por la calle Florida, alimentadas por las admirables telas que eran, más que propiedad del club, patrimonio de la cultura argentina. La Diana de Falguiere traída de París por Aristóbulo del Valle, cuyas graciosas líneas daban encanto a la imponente escalera, caía destrozada por los bandidos. Los tapices del gran comedor, los muebles, las colecciones de diarios y revistas, todo cuanto era difícil llevarse consigo, fue arrojado a las llamas para hacerlo más destructor. Un azar salvó del incendio gran parte de la biblioteca, de la que sin embargo se perdieron seis mil volúmenes (22).
A la bodega no llegó el fuego, pero llegaron pocos días después los emisarios de quienes lo habían ordenado. Su valor era muy considerable, y según lo ha declarado el encargado de la misma, podía valuarse en cuatro millones de pesos “para hacer negocio”. Los vinos y demás bebidas de más calidad y precio fueron retirados con destino a las más altas autoridades de la Nación; los comunes fueron vendidos en distintos lugares. Algunos cuadros, esculturas y armaduras fueron llevados, en gran parte, a San Nicolás por orden de Subiza y del inspector general de justicia Rodríguez Fox. Otros se destinaron a la UES y a la Confederación de Deportes.
Mientras se estremecía el corazón de los espectadores del crimen absurdo e injustificable, el ministro Borlenghi se comunicó con el jefe de la policía Miguel Gamboa. No le dio órdenes para que evitara las horribles depredaciones. Solo le dijo textualmente: “Che, incendiaron el Jockey Club”. Estas palabras, según declaró Gamboa, “las formuló en forma un tanto interrogante, aunque denotaba conocimiento de este suceso y que no le disgustaban tales hechos” (23).
Durante varias semanas las multitudes silenciosas y doloridas contemplaron las ruinas del club. Si alguien no podía contener su indignación y la expresaba, así fuera con palabras prudentes y mesuradas, era inmediatamente detenido. El dictador estaba en todas partes. Oídos suyos eran los de sus agentes delatores y nadie escapaba a su implacable vigilancia. Meses más tarde se demolió el hermoso edificio. El lugar que ocupaba es todavía un amplio baldío en la calle más famosa de la ciudad… (24)
El grupo criminal no había terminado su faena. Intentó, esta vez por propia iniciativa, llegar al diario “La Nación”, pero el dictador, que tenía noticia de los movimientos de los bandidos, pensó que tal ataque podía malquistarle la opinión periodística universal, tan severa después de la incautación de “La Prensa”. La policía, que no defendió las casas de los partidos políticos y del Jockey Club, impidió que se incendiara el diario de Mitre.
Hasta la madrugada los facinerosos continuaron; cansados y ebrios, sus fechorías contra algunos comercios.
El déspota Juan Domingo Perón podía darse por satisfecho. Sus “muchachos” de la Alianza habían trabajado bien. En muy pocas horas destruyeron todo lo que se les había ordenado, pero no lo que aquel más odiaba: los partidos opositores y la cultura.
Esa noche el tirano comenzó su rápida caía hacia el abismo.
Al día siguiente de los hechos producidos. Lo escucharon con tranquilidad e indiferencia, y no se interesaron en conocer a los responsables. De ello dedujo Gamboa que no debía ahondar en la investigación. (25). Y ésta no se hizo.
Días después Borlenghi decía regocijado: “Ha sido un gol de Subiza” (26).


La quema de la bandera (11 de Junio de 1955)

Dos años transcurrieron desde los incendios a las sedes de los partidos políticos y del Jockey Club.
El dictador, cada vez más ensoberbecido, había perdido todo freno. Preveía el derrumbe de su régimen y aún confiaba en apuntalarlo con medidas de rigor. La situación económica era cada vez más difícil, el descontento crecía y la oposición se fortificaba.
Dos hechos precipitaron los acontecimientos: el conflicto con la Iglesia y el proyectado convenio con una empresa petrolera norteamericana por el cual se le entregaba una extensa región de la Patagonia.
Esos dos hechos aceleraron la preparación revolucionaria. En junio de 1955, el ambiente estaba ya formado. Solo faltaba el alzamiento popular, juntamente con el de gran parte de las fuerzas armadas.
El 9 de ese mes la Iglesia celebraba la festividad de Corpus Christi, una de las más importantes del catolicismo y de las más tradicionales de nuestro país. Desde la época que precedió a la Independencia era costumbre en Buenos Aires que la procesión se realizara en la Plaza de Mayo. Pero la dictadura peronista había prohibido las reuniones públicas y suprimido casi todas las festividades religiosas. Autorizada excepcionalmente la procesión de Corpus Christi las autoridades eclesiásticas resolvieron realizarla en la tarde del sábado 11, con objeto de reunir la mayor cantidad de fieles y de evitar los inconvenientes que hubiera producido su concentración en la vía pública en día laborable. Apenas conocida esta decisión, el ministro hizo saber que la procesión solo había sido autorizada para el día 9 y por lo tanto no podía realizarse el 11.
Los católicos estaban, sin embargo, dispuestos a efectuarla. De persona a persona, por todos los medios a su alcance, se trasmitió la consigna.
Conocida por el gobierno, pensaron, sus jefes en cómo podían impedirla. Luego de meditar cuidadosamente, dispusieron dos servicios policiales: uno de seguridad, al que se afectaría gran número de efectivos, con el fin de imposibilitar en forma total y absoluta la concentración y desplazamiento de manifestantes; el otro se cumpliría con personal de investigaciones, encargado de vigilar y observar.
Preveíase que, de aplicar el primer servicio, el choque con los católicos podía tener consecuencias de gran responsabilidad para el gobierno. En virtud de ello se decidió dejarlo sin efecto y organizar el otro, al que se encargaría la comisión de desmanes en lugares previamente señalados (27).
Recibidas las instrucciones en la mañana del 10, el jefe de policía. Miguel Gamboa, informó al subjefe inspector general Ángel Luis Martín y al inspector general Justino W. Toranzo, que durante el acto religioso proyectado para el día siguiente “había que hacer algunos desórdenes y producir algunos destrozos”, a cuyo efecto requirió personal de absoluta confianza (28). Elegido éste, se recogió el material necesario para la siniestra tarea. Los fotógrafos de la repartición preparándose para obtener el elemento documental que debía entregarse al periodismo esa misma noche.
Aún quedaba por disponer la ejecución de la parte más diabólica del plan trazado: la de quemar una bandera argentina, atribuir el hecho a los católicos, provocar la indignación pública y motivar los consabidos actos de desagravio.
Mientras en la Casa de Gobierno y Jefatura de Policía se tramaba todo esto, los católicos se apresuraban a concurrir a la Catedral o a reunirse frente a ella en la plaza de Mayo.
La prohibición de concentrarse no los atemorizaba, ni les detenían las múltiples trabas puestas a su transporte por los medios públicos.
De toda la ciudad y sus alrededores fueron llegando silenciosamente a la plaza histórica inmensas multitudes. Niños, ancianos, religiosos, hombres y mueres de toda edad y condición, enfervorizados por la fe y por el civismo, ocuparon rápidamente el vasto templo, la plaza y las grandes avenidas y calles que de ella parten.
Los primeros en llegar se sorprendieron de la aparente ausencia de policía. ¿Cómo era posible? La dictadura peronista cuidaba con recelo y ánimo represivo cualquier concentración pública de los opositores. ¿Cómo era que esa tarde no estaban ahí sus agentes para impedir la reunión prohibida? ¿Por miedo, acaso, o por prudencia? Las miradas de los circunstantes se dirigían, desconfiadas, a todas partes. Unos pocos sujetos sospechosos, que parecían observar atentamente, andaban por la plaza. Pero no les concedieron importancia. Sin embargo…
Durante la ceremonia realizada en la Catedral, transmitida por altavoces al importante concurso de fieles reunidos en las inmediaciones, ningún episodio desagradable hizo presumir lo que acaecería poco después.
Terminado el acto, comenzó la desconcentración. La mayor parte de la inmensa multitud se dirigió por la avenida de Mayo hacia la plaza del Congreso. No profería ningún grito hostil; entonaba cánticos religiosos y daba vivas a Cristo y a la Iglesia. Al desfilar frente al Palacio Legislativo, alguien enarboló en el mástil esquinero una enseña papal junto con una bandera argentina. Luego siguió la multitud por la avenida Rivadavia y, ya llegada la noche, cada uno de los muchos miles de manifestantes empuñó una antorcha improvisada con papeles de diarios. Continuó la columna por la avenida Pueyrredón hacia Santa Fe, y luego por ésta hasta la plaza San Martín. De las aceras y balcones llegaban a los manifestantes flores y aplausos entusiastas. Jamás se había visto nada parecido. La multitud había perdido el miedo que durante largos años había infundido la dictadura peronista y expresaba su anhelo de libertad con serena decisión. Las campanas de la basílica de San Nicolás se echaron a vuelo al paso de los fieles, y una emoción profunda conmovió a todos. La revolución ya estaba en las calles.
Entretanto, los agentes del dictador cumplían el plan trazado. Mientras a la zaga de la manifestación salida de la plaza de Mayo unos cuantos facinerosos apedreaban el frente de “La Prensa” (29) y rompían varios cristales, otros manchaban los frentes de varias embajadas y las bases de algunos monumentos (30).
Eso podía ser visto por la gente que circulaba por las proximidades; lo que no podía serlo era lo que muy secretamente se hacía para quemar una bandera y colocar cenizas al pie del mástil del Congreso.
La tarea fue encomendada por el comisario Nardelli al agente Lapeyre. Quemó éste secretamente una bandera y algunos trapos en el baño de la comisaría, y una vez obtenidas las cenizas las condujo al lugar indicado, cuidándose de no ser visto en esa tarea. Luego de dejar en el Congreso la bandera parcialmente quemada, comunicó a Nardelli el cumplimiento de su misión. Aún se dispuso que un agente de apellido Pisani, a cargo de la parada de la esquina de Rivadavia y Entre Ríos, hiciera de consigna a la bandera y las cenizas.
Enterado el jefe de policía del cumplimiento de la orden impartida, lo hizo saber a sus superiores y en seguida se dirigió al Congreso Minutos después llegaba al mismo lugar el dictador, acompañado de sus ministros Borlenghi y Méndez San Martín, del gobernador de la provincia de Buenos Aires, Carlos Aloé; su ayudante, Máximo A. Renner; el mayor Cialceta y Atilio Renzi. Todos pusieron caras compungidas y posaron para las fotografías destinadas a la publicidad (31).
Al día siguiente los diarios y periódicos del régimen peronista, es decir, la casi totalidad de la prensa argentina, dirigida y orientada desde la subsecretaría dependiente de la presidencia de la República, inició su campaña contra los presuntos autores e instigadores del “horrendo crimen”, se organizaron en todo el país forzadas manifestaciones de desagravio y una vez más se envenenó a la crédulas mentalidades de pueblo.
El 14 de junio, el jefe de policía dio la siguiente “orden del día”: “Hoy su texto está destinado a registrar el estupor infinito y la indignación incontenible de todos los integrantes de esta gran repartición ante el ignominioso vejamen inferido a nuestra enseña nacional por quienes, en un incalificable extravío, parecieron olvidar que lo más sagrado que tiene la patria es la bandera. Para reparar tamaña ofensa, henchidos nuestros corazones de unción patriótica y orgullosa argentinidad, haciéndose eco del unánime sentimiento de pena que nos embarga ante el hecho inaudito, sin precedentes en nuestra historia, quiere esta jefatura realizar una solemne y sentida ceremonia, un desagravio a la gloriosa enseña que ayer flameó triunfante en los campos de batalla de todo el continente, como símbolo de libertad y heroísmo y que hay cobija bajo sus pliegues generosos a argentinos y extranjeros que buscan paz y trabajo en esta maravillosa tierra, que es la nueva argentina justicialista, que marcha confiada al genio político y al patriotismo de nuestro líder, el excelentísimo señor presidente de la Nación…”, etcétera, etcétera.
Muy pocos, en realidad. Creyeron en el infundio de la policía. Se conocían sus procedimientos bajo el régimen dictatorial peronista, y el hacho que se atribuía a los católicos era demasiado burdo.
El comisario Nardelli, entretanto, no estaba tranquilo. Reunió al personal de oficiales en un despacho, les aconsejó calma, condenó toda posible infidencia y expresó que se haría responsable de lo que pudiera pasar. Como temía la imprudencia de alguien, advirtió que si lo descubría “lo iba a agarrar a patadas”
La orden de Gamboa había trascendido hasta los empleados de investigaciones de cuya reserva, lealtad o confianza se dudaba. El miedo que había manifestado al recibir las instrucciones y la vacilación advertida en algunos para decidirse a cumplirlas, hizo temer a los altos jefes de la policía que tenían conocimiento de los hechos. Por otra parte, cada uno de los empleados comisionados para efectuar daños en monumentos y embajadas, era un testigo peligroso.
No es necesario detallar en este libro cómo se instruyó el sumario por el comisario Nardelli, o sea por el mismo que cumplió la orden infame. Baste decir que el acta de iniciación la dictó personalmente el oficial principal Bonanno, consignando en la misma la comprobación del hallazgo de la bandera antes de haberse efectuado. A esto debemos agregar que días después de los hechos se detuvieron dos jóvenes manifestantes, uno de los cuales también se apellidaba Nardelli, y era por tal circunstancia muy apropiado para la coartada siniestra a fin de confundir y desviar a la opinión pública ya advertida de la culpabilidad de la policía.
Terminado el sumario con todas las formalidades, fue elevado al Comando Politico Social, de donde pasó al juez doctor Gentile. Su conducta vacilante muestra al hombre manejado, incapaz de liberarse de las ataduras que lo unían al dictador Juan Domingo Perón. Tenía clara conciencia de las falsedades del sumario policial, pero no se resolvía a disponer lo necesario para que surgiera toda la verdad de la infamia cometida.
Tampoco referiremos por lo menudo las constancias del sumario administrativo que se instruyó a raíz del hecho. De éste como del otro surge la evidencia de la culpa de los funcionarios policiales que en aquél intervinieron cumpliendo las órdenes recibidas de la Casa de Gobierno.


El ataque a la Catedral (12 de junio de 1955) y la expulsión de dos prelados (14 de junio de 1955)


La imponente manifestación católica del día 11 inquietó al dictador Juan Domingo Perón. Después de la marcha del 19 de septiembre de 1945, precursora del movimiento que lo forzó a renunciar a los múltiples cargos que entonces desempeñaba –vicepresidente de la Nación, ministro de Guerra, secretario de Trabajo y Previsión y Presidencia del Consejo de posguerra-, no había visto nada semejante. Érale necesario, por consiguiente, obrar con rapidez a fin de aplastar a la oposición por cualquier medio, sobre todo a la de los católicos que con tanta valentía se habían alzado.
El 12 de junio de 1955 se realizó en la Catedral de Buenos Aires una misa vespertina. Temeroso el gobierno de que diera motivo a otra gran concentración de fieles que caldeara más el ambiente, se dispuso a molestarla por medio de sus grupos de choque. Reunidos éstos frente al templo comenzaron a proferir gritos intimidatorios, a los cuales siguió una salvaje pedrea que hirió a varias decenas de personas. Poco después intervino la policía para detener a los que estaban dentro de la iglesia y disolver a sablazos a quienes circulaban por las inmediaciones.
Mientras esto se hacía públicamente, otra determinación se tomaba en sigilo.
A raíz de la denegatoria del ministro Borlenghi de permiso para celebrar el 11 en la plaza de mayo, la procesión de Corpus, monseñores Manuel Tato y Ramón Novoa habían reiterado ante él la solicitud formulada. Como el ministro insistiera en su determinación y se realizara la manifestación ya narrada, el gobierno responsabilizó a esos dos prelados de los hechos acaecidos (32) y decidió, en consecuencia, expulsarlos del país, a pesar de ser argentinos.
Llamado el jefe de la policía a la Presidencia de la República, Perón, acompañado por el ministro de Relaciones Exteriores y Culto, Remorino, le ordenó dispusiera la detención inmediata de aquellos (33). A tal efecto Gamboa los llamó al departamento de policía, de donde poco después fueron conducidos a la comisaría de orden político. Diez o doce horas más tarde se los condujo, fuertemente custodiados, al aeropuerto de Ezeiza. El avión en que debían partir al exilio se demoró un rato a la espera de los fotógrafos de la Secretaría de Prensa que debían tomar notas de la salida. Como los prelados carecían de equipaje y convenía informar al público que partían por su voluntad, se creyó necesario proporcionarles unas valijas ajenas y fotografiarlos con ellas, sin custodia alguna, a fin de “simular que se iban lo más contentos” (34).
Nadie, por supuesto, creyó la burda superchería que aumentó la indignación del país. Apenas llegados a Roma los dos prelados, la Congregación Consistorial decretó la siguiente excomunión mayor del dictador y de cuantos funcionarios habían intervenido en la detención:

Dado que recientemente han sido conculcados de muchas maneras en la República Argentina los derechos de la Iglesia y se ha usado violencia contra personas eclesiásticas y últimamente no solo se ha osado poner las manos violentamente en la persona del excelentísimo señor don Manuel Tato, obispo titular de Aulón, auxiliar y vicario general de la arquidiócesis de Buenos Aires, sino también se le ha impedido el ejercicio de su jurisdicción y se le ha expulsado del territorio argentino, la Sagrada Congregación Consistorial declara y advierte que todos aquellos que han cometido tales delitos, o sean funcionarios de todo tipo y categoría y los cómplices necesarios que hicieron que se realizasen los mismos, y aquéllos que han inducido a su comisión, que de otro modo no hubiera sido ejecutada, han incurrido en la excomunión “latae sententiae” reservada a la Santa Sede, de conformidad con los cánones 2343, párrafo 3; 2334, Nº 2; 2209, párrafo 1, 2 y 3 del Código de Derecho Canónico, y son pasibles de las demás penas establecidas por los Sagrados Cánones.
Dado en Roma, en la sede de la Congregación Consistorial, 16 de junio de 1955.
Firmado. Cardenal Piazza, secretario; José Ferreto, asesor” (35)

Desde el estallido de la segunda guerra mundial, sólo las autoridades de Hungría, Checoeslovaquia, Polonia, Yugoslavia y Albania han sido tan severamente sancionadas por la Iglesia. Pero esas autoridades pertenecían a países comunistas. Ningún gobernante católico había sido excomulgado desde 1850. (36).


Incendio de los templos católicos (16 de junio de 1955)

El espíritu revolucionario alentaba ya en el pueblo argentino. Encendía a los católicos de todo el país, cundía en las fuerzas armadas, movilizada a los estudiantes, apasionaba a las mujeres, preocupaba a los obreros y tenía alarmado al dictador Juan Domingo Perón.
La inmensa manifestación religiosa del día 11 había dado la certeza del extraordinario vuelco de la opinión pública. Se había dicho “basta”; el tiempo diría cuando se entraría en acción.
El 14 la CGT, sometida a la dictadura peronista, realizó uno de sus muchos actos de adhesión a su jefe. Esta vez en la plaza del Congreso, suponiéndose que la concurrencia sería tanta que requeriría más amplio espacio que el de la plaza de Mayo. Pero fue menos numerosa que otras veces, y también menos entusiasta.
La magnitud de la manifestación católica obligaba a una réplica extraordinaria, pero ahora dudaban los trabajadores. Creyentes o no, pertenecían casi todos a familias católicas y no se explicaban el absurdo conflicto con la Iglesia, extraño a la causa por ellos perseguida y opuesto a cuanto el propio dictador había sostenido hasta entonces. Intuían, por lo demás, que el gobierno se debilitaba y presentían la proximidad de decisivos acontecimientos.
Desde la tribuna vociferó el dictador como de costumbre. Sabíase en peligro y quería prevenirse atemorizando a los opositores. Y, presuntuoso y “sobrador” como todo falso criollo, pidió a la multitud que ese “partido” se lo dejaran jugar a él.
Entretanto, se preparaba el alzamiento armado. Dos días después, apenas comenzada la tarde del 16 de junio, los aviones de la marina de Guerra y algunos de Aeronáutica atacaron la Casa de Gobierno, a la vez que la Infantería de Marina intentó ocuparla. La operación ofensiva debió retardarse a causa de la espesa neblina que envolvía a la ciudad e impedía ver el objetivo señalado. La demora permitió también que el gobierno se enterara del inminente ataque, huyera el dictador al edificio del Ministerio de Ejército y desde allí se tomaran medidas de defensa.
Apenas comenzó el bombardeo, la CGT dispuso el cese del trabajo en la ciudad y la inmediata concurrencia de sus afiliados a la plaza de Mayo. Esta determinación absurda fue la principal causa de la crecida cantidad de víctimas que cayó esa tarde.
La rebelión de la Marina de Guerra fue sofocada pocas horas después por el ejército. No corresponde analizar en estas páginas las razones del fracaso.
El dictador atribuyó a los católicos la instigación a la revuelta y por medio de sus agentes quiso castigar a los presuntos culpables.
En realidad, el plan de ataque a las iglesias estaba preparado antes del 16.
Los discursos pronunciados desde la Casa de Gobierno y en las cámaras legislativas, la agresividad de los diarios oficialistas, los expedientes, prontuarios, informes y procesos realizados para dañar a la ciudadanía, las declaraciones de cientos de testigos y de responsables de los incendios, la observación de los destrozos, los careos parciales y la confrontación general permitieron el conocimiento amplio y la apreciación de los hechos. De ellos resulta que los responsables del incendio de los templos actuaron en virtud de una organización planteada en las altas esferas del gobierno.
El ministro Méndez San Martín ejecutó su parte en la etapa inicial de persecución al clero y de ataques a la religión católica, mediante medidas preventivas que alcanzaron a la juventud estudiosa. La Policía Federal fue movilizada el 11 de junio, según queda referido, para realizar daños que horas después se comunicaron al país y al mundo como producto de una agresión católica. El 12 se atacó a los fieles frente y dentro de la iglesia catedral. Ese mismo día el jefe de policía ordenó a las comisarías seccionales que se abstuvieran de prestar ni la más pequeña protección en caso de ataque a las iglesias. El 14 del mismo mes de junio se movilizaron todos los organismos que debían realizar una tarea criminal y calumniosa. Dos empleados de Salud Pública, vinculados al vicepresidente Teisaire, transportaron en un automóvil del ministerio citado una horca de la que se hizo pender el cuerpo de un sacerdote, hecho de estopa y cubierto con vestimenta religiosa, en un local del partido oficialista de la calle Carcas.
En las primeras horas del 15 fueron allanados en Buenos Aires y en el interior, parroquias, asilos, colegios, seminarios, monasterios y todos los locales en que funcionaban centros o círculos de la Acción Católica y clausuradas las sedes de la junta central, consejos femeninos y consejos de hombres.
El 16 de junio se cumplió la orden de incendiar los templos de la ciudad de Buenos Aires, y otros del interior. La agresión fue realizada por diversos sectores del peronismo, y muy particularmente por las fuerzas de choque existentes en varias reparticiones públicas.
En automotores oficiales los incendiarios, con los jefes de grupos a la cabeza, salieron en distintas direcciones. Los jefes de bomberos, reunidos por su director antes de que se procediera a la quema, recibieron órdenes como dos años antes en el caso de las sedes de los partidos políticos y del Jockey Club, de “no preocuparse mayormente por la extensión del incendio” (37), y de “dejar quemar”; “únicamente evitar la propagación del fuego a las casas vecinas” (38). La guardia de infantería y los comisarios de seccionales fueron avisados de no actuar contra el fuego. Es así como a la vista de los bomberos, los incendiarios acumularon bancos, maderas y tapices, con los cuales hicieron las pilas al pie de los altares. Cortinados y manteles se colocaron sobre los maderos cruzados, a los que se roció con nafta extraída de los camiones que la trasportaban. Los jefes de los diversos grupos disponían el desalojo de los sacristanes y del reducido número de sacerdotes omitidos en la “razzia” de religiosos dispuesta ex profeso antes de los incendios.
La Curia Eclesiástica, primera en la orden de fuego, fue saqueada y totalmente destruida al promediar la tarde, siendo de señalar que los bomberos estaba frente a ella en guardia de prevención desde las 8:30 de ese día 16 de junio, es decir horas antes de que se hubiese sobrevolado la Casa de Gobierno. En la catedral fue violentado el Sagrario, quemados los confesionarios, destrozadas las imágenes, dispersadas las reliquias y destruida totalmente la sacristía.
La siguieron la iglesia y convento de Santo Domingo, la Iglesia y convento de San Francisco, la capilla de San Roque, las iglesias de San Ignacio, San Juan, San Miguel Arcángel, la Merced, Nuestra Señora de Las Victorias, San Nicolás de Bari, casi todas del barrio más próximo a la plaza de Mayo y Casa de Gobierno, históricas muchas de ellas, y en particular la de Santo Domingo, por los memorables hechos producidos dentro de sus muros y en las inmediaciones.
No sólo se quemaron en ellas los altares e imágenes religiosas, sino los archivos y bibliotecas, los coros con sus valiosos órganos, las celdas y dependencias interiores. En varios se violentaron las cajas de hierro y se robaron sus contenidos.
Además, fueron detenidos por policías armados obispos, párrocos y sacerdotes, a quienes se trató como a delincuentes comunes. Lo mismo se hizo por orden de Borlenghi (39) y Aloé (40) con los diputados y políticos de la oposición.
Al caer la noche de esa horrible jornada, se elevaron en la ciudad, oscura y triste, las hogueras que destruían sus más antiguos templos. En los hogares católicos se rezaba con profunda congoja; en muchos se lloraban a los queridos seres muertos en torno a la Casa de Gobierno, por culpa de la dictadura peronista que había desatado el odio entre argentinos.
Durante varias semanas las multitudes doloridas desfilaron por los templos incendiados. Apènas podían expresar con palabras su indignación profunda. Besaban algunos las paredes destruidas, las imágenes mutiladas y caídas, los pisos destrozados. El demonio exterminador había pasado por Buenos Aires. No había que olvidarlo.
Tres meses después se cumplió la promesa que ese día hicieron muchos corazones.


Torturas, vejaciones y otros apremios ilegales

A los hechos que hemos narrado debemos agregar otros igualmente odiosos y terribles: las torturas, vejaciones y otros apremios ilegales que la policía del régimen dictatorial peronista realizó sistemáticamente contra sus opositores.
Algunas de las víctimas han perdido la vida; otras han sufrido lesiones graves; la moral de muchas ha sido afectada. Bastaba para el horrible tratamiento la simple sospecha de actuar en cualquier grupo de resistencia, o de encubrir a quienes estaban en ella. Lo temieron todos los detenidos por razones políticas y lo sufrieron indistintamente hombres y mujeres de los más diversos grupos sociales.
No intentaremos dar todos los nombres de quienes han sido víctimas de esos delitos. Son tantos, que omitiríamos muchos. Ni siquiera podríamos mencionar a cuantos han perdido la vida, pero dos de ellos no han sido olvidados: el obrero Carlos A. Aguirre, torturado y muerto por la policía en los sótanos de la Casa de Gobierno de Tucumán, y el doctor Juan Ingalinella, a quien le cupo igual fin en la ciudad de Rosario. En ambos casos, procuraron los agentes de la dictadura ocultar y luego negar los hechos que la opinión pública tuvo por ciertos desde el primer instante; pero tan grande fue el clamor del pueblo, que acabose por saber que ambos habían sido cruelmente asesinados.
Desde los castigos corporales múltiples producidos por puñetazos y puntapiés, hasta las torturas físicas realizadas mediante descarga eléctricas, con el propósito de quebrar la voluntad y arrancar declaraciones preconcebidas, desde los salivazos en la boca cuando los torturados por el peronismo, sedientos, pedían agua, hasta la arrancadura de dientes y muelas, y desde las heridas profundas con leznas preparadas adrede hasta las vejaciones en los órganos sexuales, todo lo más cobarde, repugnante y vil que la maldad y el sadismo han imaginado para dañar a los semejantes, ha sido hacho durante la dictadura peronista.
En el Departamento Central y en varias seccionales, sobre todo en la 3ª, la 17ª, la 30ª y la 46ª de la ciudad de Buenos Aires, las torturas fueron particularmente crueles. Los gritos y quejas de las víctimas llegaban a veces al exterior, a pesar del cuidado que se ponía en acallarlos y disminuirlos. La 3ª estuvo instalada hasta hace poco (41) en la vieja casa que habitó Sarmiento.
Inútil era que la oposición parlamentaria denunciara tales atrocidades y solicitara investigaciones. Los diputados oficialistas no creían o fingían no creer, en esos hechos. “Era el caballito de batalla de la oposición”, ha declarado Delia Degliuomini de Parodi. A pesar de ello se designó una comisión especial, pero en seguida se desvirtuaron sus fines encargándola de investigar las “actividades antiargentinas”, a raíz de una presunta conspiración tramada por ciudadanos exiliados en Montevideo. Presidida esa comisión por el diputado José Emilio Visca, nada investigó sobre las torturas denunciadas, y sólo se redujo a clausurar diarios y periódicos. Visca ha declarado posteriormente que “el supuesto complot no era tal, ni tenía ningún asidero, siendo por el contrario un simple pretexto para adoptar algunas medidas políticas contra la oposición” (42).


El delito de genocidio

La mayor parte de los delitos narrados en este capítulo tienen un nombre internacional: genocidio.
Establecido por la asamblea general de las naciones Unidas en sesión plenaria del 9 de diciembre de 1946, con el voto unánime de 56 miembros, inclusive la República Argentina fue calificado como “ultraje a la conciencia universal” y como “la negación del derecho de existencia de los grupos humanos”.
Se entiende como tal –según expresa el artículo 2º de la convención respectiva- “cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal: a) matanza de miembros del grupo; b) lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo; c) sometimiento internacional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción total o parcial, etcétera.
“Por otra parte, y como lo explica el profesor Rafael Lemkin, de la universidad de Yale, ex consejero del fiscal norteamericano en los juicios de Núremberg y gestor principal de la convención antedicha –dice el informe de la Comisión Investigadora Nº 2- también constituye genocidio, en el campo político, la destrucción de instituciones de gobierno propio; en el campo cultural, la prohibición o destrucción de instituciones o actividades culturales y la distorsión de la educación racional a fin de impedir un pensamiento humanístico, que se considera peligroso por cuanto conduce a la independencia de juicio; y en el campo religioso, la interferencia con las actividades de la Iglesia, por cuanto pudieran contribuir a condenar los actos y fines de la tiranía gobernante.
“La definición contenida en el artículo 2º de la convención parece haber sido inspirada por las persecuciones de los nazis contra los judíos, pero es evidente que cuadran en ella de modo perfecto los procedimientos criminales aplicados por los estados policiales a cuantos no se someten con docilidad a los despóticos caprichos de sus autoridades; persecución, cárcel, tormentos, mutilación, confinamiento en campos de concentración, muerte, destrucción de la familia, etcétera, más la negativa sistemática a cuanto signifique libertad de cultura, de religión, de opinión, etcétera, poara los componentes del grupo indócil.
“La República Argentina votó a favor de la convención mencionada pero la dictadura peronista, secundada por un parlamento complaciente y servil, nunca ratificó aquel voto ni explicó la causa de tal actitud, a pesar de haber sido planteada la respectiva cuestión por el diputado Nudelman. Y menos aún, jamás propició ante el Congreso nacional la sanción de leyes de prevención y de castigo que la convención estatuye”.
Agrega la mencionada comisión: “Para la debida apreciación del caso que consideramos, es preciso tener en cuenta que la falta de la ratificación argentina de la citada convención internacional y la concordante ausencia en el país de la legislación punitiva y preventiva, recomendada en el artículo 5º de aquella, privan al gobierno de la Revolución Libertadora de los recursos y resortes jurídicos creados por dicho instrumento internacional”. A pesar de ello, considera la comisión que “quien abrigara las monstruosas ideas de asesinato en masa de un numeroso grupo de compatriotas y extranjeros indóciles a su despótica autoridad” y realizó “una intencionada y prolija campaña previa de profunda perturbación espiritual del país, mediante la mentira, la amenaza, la persecución, la cárcel, las torturas y el despojo, con uso y abuso de la fuerza, de la coacción y de la venalidad, que quebrantó la dignidad, destruyó la honra, estimuló la sevicia de los esbirros, anuló los derechos humanos, resquebrajó la economía general y se burló del pueblo, de su soberanía, de su buena fe, de sus tradiciones, de sus leyes, de sus creencias, de su orden social y de su moral más arraigada”, merece ser declarado incurso en el delito de genocidio.
La única declaración que hasta ahora ha sido formulada contra el responsable de los gravísimos hechos de las noches del 15 de abril de 1953 y 16 de junio de 1955, que no “pudiera realizarse sin la complicidad del ex presidente, es la del Tribunal Superior de Honor, que en su fallo ha dicho:
“Este Tribunal de Honor tiene la intima convicción de que en la ciudad de Buenos Aires, cuyo jefe constitucional es el presidente de la República, quien en ambas noches se encontraba en ella, no han podido realizarse tales actos sin su orden expresa, o por lo menos, sin su anuencia o su tácita aprobación. No se puede suponer que en un régimen de las características del que acaba de caer, funcionario alguno, por encumbrado que fuere, asumiera por si la iniciativa de ordenar o permitir, sin el consentimiento del presidente de la República, actos criminales de tanta trascendencia. Tampoco es admisible que de no haber mediado la orden o el beneplácito del presidente, hayan sido mantenidos en sus puestos, después de los hechos, los funcionarios a cuyo cargo directo estaban las custodias del orden público y que hayan quedado en la más absoluta impunidad quienes realizaron la parte material de los atentados”.

NOTAS:
(1) “Modelo de hipocresía y simulación”, la calificó el ex vicepresidente Teisaire en su declaración pública del 4 de octubre de 1955.
(2) Discurso del 1º de mayo de 1953.
(3) María Luisa Zambrini (Malisa Zini), actriz argentina, nació en 1921 y falleció en 1985. Entre otras actuó en varios films: El sátiro (1970) como “Doña Rosa”; La cautiva de Alí Babá (1954) como “Matilde Pérez”;
Los ojos llenos de amor (1954); Marido de ocasión (1952); Mujeres en sombra (1951); volver a la vida (1951); La culpa la tuvo el otro (1950) como “Nelly”; Arroz con leche (1950); Cuando besa mi marido (1950); Piantadino (1950); El extraño caso de la mujer asesinada (1949) como “Raquel”; Tierras hechizadas (inédita 1948); Cumbres de Hidalguía (1947); Nunca te diré adiós (1947); Lauracha (1946); La pródiga (1945); nuestra Natacha (1944); Las sospechas del divorcio (1943); Los hijos artificiales (1943); Ceniza al viento (1942); Corazón de Turco (1940); Huella (1940); …Y mañana serán hombres (1939) como “Ana”; Alas de mi patria (1939); Madreselva (1938); Con las alas rotas (1938); Viento Norte (1937); ¡Segundos Afuera! (1937); Fuera de la Ley (1937) como “la niñera”; Los muchachos de antes no usaban gomina (1936) como extra; Don Quijote del Altillo (1936). (Nota del transcriptor)
(4) Fanny Navarro, actriz argentina, nació en 1920 y falleció el 18 de marzo de 1971. Filmografía: Desnuda en la arena (1969) como Esther; La Calesita (1963); Allá donde el viento brama (inédita 1963); Marta Ferrari (19569; El grito sagrado (1954); Deshonra (1952) como “Flora María Peralta”; Suburbio (1951); Marihuana (1950) como “Marga Quiroga”; Morir en su ley (1949) como “Natalia”; Mujeres que bailan (1949) como “Graciela Méndez”; El Capitán Pérez (1946); Dos ángeles y un pescador (1945); La suerte llama tres veces (19539; Sinfonía argentina (1942); Hogar, dulce hogar (1941) como “Lucia Vidal”; El susto que Pérez se llevó (1940); El solterón (1940); El hijo del barrio (1940); Ambición (1939); Doce mujeres (1939); Cantando llegó el amor (1938); Melodías porteñas (1937) como “Chica en fiesta”. (Nota del transcriptor).
(5) Todos o casi todos formaban parte de la Casa Militar del presidente.
(6) Declaración del comandante de aeronáutica Haroldo Héctor Andrés Ferrero.
(7) Declaración de la señora María Luisa Subiza de Llantada en el expediente “Jockey Club s/ saqueo e incendio”.
(8) Juan Ramón Duarte fue enterrado en el cementerio de la Recoleta, junto a su hermana María Eva, en un acto donde la madre de ambos Juana Ibarguren gritó a los cuatro vientos que le habían “matado a dos hijos”. (Nota del transcriptor).
(9) Declaración del comisario inspector Juan Fernando Cevallo en el expediente “Casa del Pueblo s/ saqueo e incendio”, foja 74.
(10) Declaraciones de los comisarios de la Dirección de Bomberos Severo Alejandro Toranzo y Alfredo Der y del subcomisario Eduardo Omar Olivera (expediente citado, fojas 272, 216 y 219, respectivamente).
(11) Declaración del inspector general José Subrá 8expediente citado, fojas 65).
(12) Se refiere a la U.C.R. Unión Cívica Radical. (Nota del transcriptor).
(13) Declaración del inspector general José Subrá (expediente citado, fojas 65).
(14) Declaración de los agentes Amadeo López, Julio Furno y César Horacio Guzman (expediente citado, fojas 29, 30 y 33).
(15) Declaración del jefe de policía Miguel Gamboa (expediente “Casa del Pueblo” foja 162 y 175).
(16) Declaración del comisario Ángel Luis Martín (expediente “Casa del Pueblo”, foja 35).
(17) “La Gran Aldea” se refiere a la Ciudad de Buenos Aires, toma esta expresión del libro homónimo de Lucio V. López en el que el autor recrea la Buenos Aires que deja de ser aldea colonial para convertirse en la gran capital de un país pujante y que llegó a ser el séptimo del mundo hasta que la tiranía peronista lo llevó a ocupar una mediocre ubicación en la lista de las naciones.
(18) La estimación corresponde al año 1958 aproximadamente y son pesos moneda nacional, hoy desaparecida pero, de todas formas, constituía una colección de mucho valor económico pero por sobre todo artístico. Es sabido que el peronismo y la cultura no se llevaron jamás como no se pueden llevar bien la educación y la barbarie. La horda peronista ha destruido a lo largo de la historia muchas colecciones, bibliotecas, pinacotecas, documentos, de gran valor histórico y cultural tal como se ha visto hasta ahora y se verá a continuación.
(19) Declaración de la señorita Olga Ana Castaing, secretaria de Román A. Subiza (expediente Jockey Club s/ saqueo e incendio, fojas 114).
(20) Declaraciones de la señora María Luisa Subiza de Llantada (expediente citado) y de su madre señora María Rioboo de Subiza (expediente “Farro de Vignoli, Norma Elida s/ presunta infracción de la ley penal”.
(21) Declaración del ex presidente del Jockey Club, doctor Urbano de Iriondo (expediente “Jockey Club”, fojas 23).
(22) Durante el incendio muchos libros no se quemaron gracias a su compacta ubicación en las estanterías. (Nota del Transcriptor).
(23) Declaración de gamboa (expediente “Jockey Club”)
(24) En la actualidad dicho solar lo ocupa la “Galería Jardín”. (Nota del Transcriptor).
(25) Declaración de Gamboa (expediente “Casa del Pueblo”, ya citado, fojas 164).
(26) Declaración de la señora Zoe Martínez (expediente “Jockey Club”, ya citado).
(27) Tal como actualmente sucede con el gobierno peronista de Néstor Carlos Kirchner y de Cristina Fernández de Kirchner en donde un grupo se infiltra en la multitud para generar caos y disturbios. (Nota del Transcriptor).
(28) Declaraciones de Martín y Torazo (expediente “Quema de la bandera”).
(29) Recordamos que después de la incautación por el gobierno, “La Prensa”, había sido entregada a la CGT peronista. Los atacantes pertenecían a los grupos de choque de la dictadura peronista; sus desmanes debían ser atribuidos a los católicos, con quienes andaban mezclados esa tarde.
(30) “Perón me llamó a una hora que podía ser, calculo, las diez de la noche. Me preguntó qué novedades había con respecto a la marcha de la columna y si tenía conocimiento de si se habían producido algunas manchas en las embajadas. Le dije que no. Me expresó que tenía que saberlo porque era importante y que ne iba a hablar el mayor Cialceta. Me llamó éste y me dijo que inmediatamente había que verificar si se habían realizado una serie de episodios de manchas de bleque. Agregó que era posible que se encuentren algunos frentes manchados: “donde no lo estén se puede manchar un poquito, Total una mancha no hace nada. Nosotros necesitamos tener la documentación de esos hechos hoy mismo”. El ministro Borlenghi me preguntó que noticias tenia de los daños provocados y me dijo que “donde no hay manchas se pueden hacer, pero hay que andar rápido porque tenemos urgencia”. El subcomisario del Ministerio del Interior, Krislavin, me habló dos veces para preguntarme qué noticias teníamos con respecto a esas cosas y me dijo que existían lugares que estaban manchados y otros que se podían manchar aunque no lo estuvieran, porque una mancha más no hacía nada. También me dijo que llamara a los muchachos del Político para que fueran a verificarlo o llamaran a la policía de seguridad, y ya saben –agregó-, una mancha más no es nada. Puede llamar la gente que ayude allí” (Declaración de Gamboa en expediente “Incendio de templos”, fojas 288 y siguientes).
(31) Vuelto a la Residencia, Renzi oyó a Méndez San Martín que decía: “Mañana van a agarrarse la cabeza los curas”. (Declaración de Atilio Renzi ante la Comisión Investigadora Nº 7).
(32) De las pintadas y quema de la bandera que ordenara Perón y ejecutara, entre otros, el mismo Borlenghi. (Nota del Transcriptor).
(33) Declaración del jefe de policía Miguel Gamboa, expediente “Incendio de templos”, fojas 516.
(34) Declaración del jefe de Orden Político comisario Camilo Aníbal Racana, en el mismo expediente a fojas 516.
(35) “Osservatore Romano”, junio 16 de 1955
(36) A tal punto que Winston Churchill llegó a decir: “Perón es el único soldado que ha quemado su bandera y el único católico que ha quemado sus iglesias".
(37) Declaración del comisario Alfredo Der (expediente “Incendio de Templos”, fojas 59).
(38) Declaración de Rómulo Alberto Pérez Algaba, del cuerpo de bomberos (expediente citado, fojas 432).
(39) Declasración del ex jefe de policía, Miguel Gamboa en expediente “Degliuomini de Parodi, Delia s/ investigación general, fojas 234.
(40) Declaración del ex gobernador de la provincia de Buenos Aires, Vicente Carlos Aloé, en el mismo expediente, fojas 242. No hizo excepción con los legisladores, porque a su juicio “el estado de sitio suspende las inmunidades legislativas”.
(41) Hacia 1958. (Nota del Transcriptor).
(42) Declaraciones del ex diputado peronista José Emilio Visca, en expediente “Degliuomini de Parodi, Delia s/ investigación general., fojas 238.

(*) Libro Negro de la Segunda Tiranía – Ley 14.988 – Comisión Nacional de Investigaciones Vicepresidencia de La Nación - Buenos Aires 1958 – Páginas 220 a 245.

Publicidad

 photo Laura-web_zps5b8a06ee.gif

Marcha de la Libertad